Cuando nací, y con toda seguridad, una de las primeras cosas que vi sobre la mesa de mi casa, fue un porrón de cristal blanco, que contenía un vino de color rubí, al que los rayos de luz que penetraban por la ventana daban una preciosa tonalidad.
Por supuesto, mi recuerdo no llega a tanto tiempo, pero en la casa de mis padres, siempre bebieron vino en porrón, y éste no podía nunca faltar sobre la mesa, para entonar y armonizar la comida, que con cariño y esmero preparaba fabulosamente mi madre.
En casa de mis abuelos, lo que siempre estaba colgada a la sombra de la gran morera era una bota de vino, bota construida artesanalmente en la ciudad de Pamplona, con su pez bien curada y tratada, y a la que según los entendidos en la materia, daba gusto darla un “tiento”, ya que su sabor era único.